Diario de viaje: São Paulo

Alejándome un poco de la temática del blog, les publico algo que escribí sobre mi estadía en Brasil. Espero que no les moleste.

El centro financiero de São Paulo se asemeja bastante al de cualquier ciudad altamente urbanizada y sede de importantes actividades económicas. En la avenida Brigadeiro uno puede encontrar altos edificios de cristales espejados, veredas amplias, gente deambulando de un lugar a otro, numerosos colectivos y oficinistas saliendo de sus puestos de trabajo. Para llegar hasta este sitio, tan característico de las aldeas globalizadas, debí sortear la que sería mi primera excursión en el tren subterráneo, llamado Metrô por los paulistas.

Similares a sus pares argentinos, estos trenes son más extensos, rápidos y horriblemente ruidosos, al punto que mantener una charla en pleno viaje se hace prácticamente imposible. Para los amantes del ejercicio, subir las cuatro interminables escaleras que separan la Estaçao Alto do Ipiranga de la superficie es todo un desafío. Sucede que la terminal de la línea verde está ubicada en uno de los puntos más altos de una ciudad montañosa, por lo que los trenes pasan a unos 25 metros por debajo del suelo.

Minuciosamente cuidado y perfecto hasta en el más mínimo detalle, el Parque da Independência es el sitio ideal para conocer un poco más sobre la historia de Brasil en el lugar preciso donde el país se declaró libre. El antiguo edificio, hoy convertido en museo y desgraciadamente cerrado el día de mi visita, luce impecable frente a un parque majestuoso. La construcción data de varios siglos atrás, pero su estética es formidable pese al transcurso de los años. La lluvia seguía decorando el cielo en esta parte del trayecto, pero no lograba empañar lo hermoso de cada escena.

A cientos de metros, partiendo desde el frente de este palacio renacentista, se ubica el monumento a la independencia, lugar donde descansan los restos de Dom Pedro I, primer emperador luego de la liberación del dominio portugués e indiscutido héroe nacional. Allí fue donde me tomé mi tiempo para posar frente a la enorme bandera, que flamea imponente sobre el horizonte, elevándose más allá de los numerosos edificios.

Llegar al centro de la ciudad requirió otra excursión en el Metrô, que en esta ocasión ya tomaba mayor carácter de aventura, puesto que era necesario tomar el tren en Ipiranga, hacer combinación con otra línea y bajarse en el corazón de la ciudad: la Praça da Sé, allí donde millones de brasileños concurren a diario, ya sea para trabajar, comprar o mendigar.

Una vez fuera de las escaleras, atestadas de gente por ser el primer día laborable del año, la vista de la catedral se apoderaba del panorama. Allí conseguí, con paciencia oriental y un sigilo digno de espionaje, retirar mi cámara del bolsillo y tomar el que sería uno de mis escasos recuerdos de una zona plagada de pobreza. A lo largo y ancho de la plaza se puede ver gente durmiendo, pidiendo limosna y mirando fijamente a cualquiera que parezca algo extraño, siendo esto último lo que me hizo sentir millones de ojos sobre mi.

Bordeando la plaza uno llega al centro propiamente dicho, que está compuesto por interminables calles peatonales, todas desalineadas y cubiertas de pequeñas baldosas blancas. Es allí donde uno puede perderse realmente en una jungla de cemento. Los edificios son tan altos que se necesita doblar mucho el cuello para ver su parte superior, y la particular disposición de las calles hace que a los dos minutos de caminata uno ya no sepa de dónde vino.

En ese lugar, repleto de gente pero no tanto como lo estaría al mediodía, me encontré con los que bauticé “anuncios humanos”, gente de escasos recursos a la que los dueños de algunos comercios les pagan escasos reales para colgarse enormes carteles, que cubren todo su cuerpo y sólo dejan al descubierto la desprolija cabeza y los pies gastados de tanto caminar. Si dijera que algunas calles estaban “llenas” de este tipo de gente, ustedes podrían pensar que se trataba de diez o a lo sumo veinte individuos. Nada más lejos de la realidad. En algún tramo he llegado a ver toda una cuadra de calle peatonal cuyo centro estaba cubierta no por decenas, sino por cientos de anuncios humanos, susurrando con voz ronca a los transeúntes el nombre del negocio que los ocupaba y mirando fijamente a quienes nos veíamos como extranjeros.

Pese al carácter inhóspito de estas calles, la vista realmente vale la pena. Y aunque no puedan tomarse fotografías, la posibilidad de presenciar una ciudad tan enorme desde los ojos del habitante y no desde la limitadísima visión del turista es algo realmente invalorable. Observar las avenidas rodeadas por hermosas palmeras, las construcciones espectaculares como la de la Facultad de Derecho y el vaivén de los autos desde las calles que rodean el viaducto es algo realmente difícil de describir, tanto como la sensación de sentirse inmerso en una maraña de gente con costumbres diferentes a las propias.

Situado entre medio de un interminable desfile de avenidas, el túnel Ayrton Senna puede considerarse como una obra maestra de la ingeniería o una pesadilla para la claustrofobia. Varios kilómetros por debajo de la superficie en los que uno atraviesa los distintos lagos que pueblan la ciudad y un cartel en la entrada que lo dice todo: “en caso de congestionamiento, apague su motor”. “En caso de congestionamiento, salga corriendo hasta la salida más próxima”, fue el primer pensamiento de quien escribe estas líneas, alguien que detesta los espacios cerrados.

La noche paulista es un misterio del que no pude develar mucho más allá de su evidente peligro. Sorprende a los nacidos en estas latitudes saber que los brasileros suelen cenar más de dos horas antes que los que vivimos en el extremo del Cono Sur. Independientemente de esta tradición, todo el mundo está en su casa al caer la oscuridad. Tuve la oportunidad de regresar a mi hogar temporal llegando la medianoche y el panorama era desolador: calles vacías, conductores que intentan detenerse lo menos posible, personas de apariencia extraña y dudosa procedencia circulando por las veredas, negocios absolutamente cerrados y restos de los decorados navideños que todavía se mantenían en pie durante los primeros días del año, algunos de esos majestuosos como el que pude disfrutar en frente de un centro comercial cuyo nombre no recuerdo.

Recorrer la ciudad en auto implica volver a toparse con los mismos paisajes, pero con el agregado de un espectáculo no muy agradable: contemplar realmente la pobreza en que vive gran parte de la población. Créanme que no exagero cuando digo que se puede recorrer diez minutos de autopista a más de cien kilómetros por hora viendo sólo favelas alborotando el paisaje. Y si uno se atreve a fijar su vista en el horizonte, mirando perpendicular a la carretera, resulta imposible divisar el final de aquellas aglomeraciones de miserias urbanas. Miles de hogares precarios, horrorosamente apretados y alineados uno tras otro hasta que la vista se pierde en las montañas. Una realidad conocida, pero que impacta hasta a las personas que, aún viviendo en países de bajo desarrollo, no sufrimos estos males en nuestra casa.

El camino de São Paulo a Praia Grande es corto, pero hermoso. Si no fuera por la interminable lluvia que caía sobre la ciudad y la espesa niebla que cubría las montañas, podría haberme pasado todo el trayecto sacando fotos desde el auto que nos llevaba. Para la vuelta ya pude disfrutarlo mejor gracias a un clima más benévolo, pero otra vez los motivos de seguridad me llevaron a no tener conmigo la cámara en el micro. La ruta, repleta de curvas, se pierde entre montañas que alguna vez fueron una de las selvas más grandes del Brasil, precisamente hasta que la urbanización derrumbó todo. Pero aún quedan rastros, porque en este hermoso paisaje lo que no es asfalto es jungla espesa, que se extiende a los costados de la carretera y en cuanta montaña se cruce por el paisaje. La vista de la ciudad desde una parte del trayecto, aquella donde los oídos comienzan a sentir los efectos de la altura, es algo sencillamente inexplicable. Observar ese espectáculo de día es hermoso, por lo que no es complicado deducir que de noche, con las millones de luces encendidas, debe ser de esas postales que quitan el aliento.

En Praia Grande, las montañas adornan el cielo y se meten en el mar, proporcionando otra vista rica en belleza. No se trata de una playa espectacular ni poblada de turistas. Todo lo contrario, es un balneario común donde uno se siente realmente visitante y nadie habla otra cosa que no sea portugués. Como toda playa brasilera, resulta un verdadero paraíso para quienes amamos probar las frutas más diversas y frescas, en uno de los recreos que uno debe tomarse ante un sol demasiado intenso.

Pese a sus casi 300 mil habitantes estables, esta localidad cuenta con pocos atractivos en la avenida que bordea la costa. La mayoría de las cuadras poseen dos o tres heladerías, repletas de sabores exóticos y atractivos. Un pequeño centro comercial y un par de restaurantes es toda la actividad que encontré en la zona costera de una ciudad que evidentemente tiene vida más allá del mar.


El fútbol
Si hay algo que me ha quedado por hacer en este viaje, a modo de deuda pendiente para una próxima visita, es conocer los estadios paulistas. Por falta de tiempo y dificultades para movilizarse dentro de la ciudad, ni siquiera he podido pasar por la puerta de las famosas canchas que estaban a sólo unos cuantos kilómetros de distancia. Me dirían, días más tarde, que si uno se siente inseguro en los barrios tradicionales no debería atreverse a poner un pie en los alrededores de los estadios, donde se concentran aún más los actos delictivos.

De cualquier modo, no es necesario un tour por los estadios para darse cuenta que cualquier rincón de esta ciudad respira el fútbol tal como lo hacemos en Argentina, y aunque me cueste reconocerlo, quizás hasta un poco más. En cada esquina uno pueden encontrarse personas vistiendo con orgullo las camisetas de sus clubes, y lanzando alguna broma al paso a quien reconoce como simpatizante del rival. Miles de artículos con los escudos de los equipos más populares pueblan cada pequeño comercio, mientras que la gente se detiene a leer cualquier noticia referida a su club en los puestos de diarios.

Durante mi estadía, la única actividad futbolística era un torneo Sub18, en el que los poderosos clubes paulistas se medían ante equipos de poca jerarquía, absolutamente desconocidos para nosotros. Aún así, este certamen era transmitido por un canal de cable. En cada bar uno veía a los clientes siguiendo las acciones de partidos que en nuestras latitudes ni siquiera sabemos que existen. Otra prueba más de cómo se puede llegar a vivir la más mínima dosis de fútbol.

En cuanto al tema futbolístico personal, debo decir que cumplí con mi misión de “Evangelización Cervecera” en otros puntos del planeta, dejando como regalo mi preciada camiseta personal a mi primo y hablando de las bondades de mi equipo. En contrapartida, retorné con una enorme simpatía por el Palmeiras, conjunto de origen puramente italiano apoyado por la totalidad de los miembros de mi familia.

Veo que este artículo me ha quedado un poco largo. Espero que no se hayan aburrido mucho al leerlo —si es que lo han soportado en su totalidad—. Como resumen, podría decir que conocer un país desde esta óptica es algo espectacular, más aún en compañía de familiares que lo guíen a uno por estos destinos extraños. Sencillamente es una experiencia que nunca voy a olvidar.

6 comentarios:

Martín dijo...

Muy interesante Ariel, lo curioso ademas es que por lo que me comentó un amigo brasileño, Sao Paulo es la ciudad Rica (cuando rio esta de fiesta sao paulo trabaja, mas o menos me dijo), así que como estaran otras...

A mi lo que siempre me llamo la atención es la enorme capacidad de crecimiento de las ciudades americanas, Sao Paulo paso de unas decenas de miles de habitantes en el XIX(y ya era importante y antigua por entonces) a una decena...de millones ahora.

Lo raro es que quede centro historico. Supongo que a pesar del gran crecimiento tambien de nuestras ciudades europeas, se nos tiene que hacer raro.

Hum, y sobre el Palmeiras, era tan italiano que se llamaba Palestra italiana hasta que en la 2º guerra mundial le tuvieron que cambiar el nombre, cuando Brasil entro en la guerra con los aliados,e Italia era uno de sus enemigos (de hecho, tropas Brasileñas combatieron en Montecassino).

Un saludo ;-)

Ariel dijo...

El Cruzeiro también se llamó Palestra Italia durante sus inicios. Ahora no van a poder negar que hacerme del Palmeiras les trajo suerte. Ayer debutaron con victoria por 1-0 y el gol lo marcó el nuevo refuerzo, quien por cierto usa la camiseta 10, mismo número de la que me traje a mi casa jajaja.

Según mi tío, el crecimiento desmedido de la ciudad se dio cuando empezó a llegar gente de otras partes del país, fundamentalmente el norte.

Dicen que hasta la década de los 70, en Sao Paulo estaba lleno de italianos, que asustados por la corriente migratoria interna se mudaron a Rio Grande do Sul, principalmente a la zona de Porto Alegre.

De más está decir que mis familiares no toleran a la gente del norte, a quienes uno distingue fácilmente por la calle.

web dijo...

Me ha encantado el artículo Ariel, realmente interesante para los que como yo conocemos poco o nada de Brasil y sus ciudades.

Muchas gracias!

Garrincha dijo...

Genial Ariel, muy buena radiografía de la realidad de Sao Paulo, y nunca mejor dicho pues has sabido transmitir toda su grandeza pero también la crudeza del pobre día a día que viven muchos de sus habitantes.

Me apunto Sao Paulo como futura visita el día que cruce el charco, aunque espero pasar primero por Argentina, que cierto individuo tiene que mostrarme algunos barrios como los de Quilmes y Avellaneda jeje

Un saludo!

Anónimo dijo...

Me ha gustado muchísimo Ariel. Empecé a leerlo creyendo que, por lo largo que era, no iba a terminarlo, pero terminé atrapándome y me encantó.

Ojalá pueda visitar algún día São Paulo. Quitando lo peligroso, debe ser, como bien dices, una experiencia increíble.

Por cierto, la idea de hacer un paréntesis y hablar de temas no futbolísticos no está nada mal.

Un saludo.
Querido Bogarde

Maximiliano dijo...

Muy lindo . Muy bueno el comentario sobre San Pablo como se lo denomina en Argentina , Desconocia todo lo bueno que tenia San Pablo y solo conocia lo malo , como varios que deben pensar lo mismo de Buenos Aires y al final es una pronvicia o ciudad al igual que otras tantas en America o LatinoAmerica en las cuales tienen su parte muy linda y su parte fea ...

Saludos .