Viajes por fútbol: Tottenham
No conozco Londres. Al menos, no lo suficiente como para decir que conozco la ciudad, lo que tiene sus ventajas cuando necesitas recuperar tu capacidad de sorpresa. Aquella tarde veraniega de mayo (más veraniega tratándose de Inglaterra), nada más bajado del tren que venía del Norte, enfilé hacia el caro y modernamente decadente metro de Londres para parar en Seven Sisters, la estación más cercana a White Hart Lane. Uno no tenía, ni tiene mucha idea de las características del barrio de Tottenham. Guiado por los prejuicios, si el club contaba con un amplio número de seguidores judíos y decían que en el barrio vivía una comunidad importante de ellos, pensaba que encontraría una tranquila zona residencial de clase media alta. Pero no, para mi sorpresa, salir de la parada de Seven Sisters es entrar en lo más parecido a Kingston (o Bridgetown o Puerto España o cualquier ciudad grande de las Antillas) que haya encontrado en Europa. En los dos kilómetros de la High Road que separan la estación del estadio, con sus casas y comercios que no suelen superar las dos alturas, uno se topa con peluquerías donde hacen publicidad de su maestría a la hora de hacer rastras, restaurantes de dudosa reputación, pero de mucho público, pubs, tiendas de ropa y alfombrerías, todas ellas llenas de afrocaribeños que pasean o charlan tranquilamente en medio de la calle aprovechando la llegada del buen tiempo. Y es que el barrio de Tottenham contiene en realidad una de las mayores comunidades de afrocaribeños de Inglaterra (y, por ende, del continente). Pero no sólo ellos: ghaneses, turcos, kurdos y muchas otras nacionalidades se mezclan en el barrio dándole un color muy especial.
Tras el paseo multicultural, toparse con el estadio de White Hart Lane, encajonado entre calles estrechas, es encontrarse con lo que podría ser un buen ejemplo de arquitectura industrial: una mole de áspero ladrillo de hormigón blanco, vigas azules y cristales tintados, como mandaban los cánones de los 70. Pero, como todo en la vida, lo bonito está en el interior: y en el interior se esconde un coqueto campo de fútbol, ni grande, ni pequeño (36.310), más que centenario, pero que tras las sucesivas reformas todavía conserva el aroma de los añejos estadios ingleses diseñados por Archibald Leitch. Entre sus clásicas cuatro gradas, la East Stand todavía conserva un par de veteranas columnas para soportar el peso del techo que cubre todo el estadio, y, rematándola, se levanta la escultura de un gallo de bronce, símbolo del club. Sobre los fondos, dos monstruosos vídeomarcadores dan al estadio un toque moderno que combina con ese estilo clásico.
White Hart Lane está lejos de competir con Old Trafford o Wembley en capacidad, pero está construido de una manera que parece que puedes tocar al tipo de la grada de enfrente. Por todas partes, hasta donde menos te lo esperas, aparece el lema del club Audere est facere o To dare is to do, en su versión inglesa. Y sí, pese a ser el último partido en liga, sin nada en juego y con aroma a amistoso contra el Liverpool, la afición sigue creyendo en el equipo y llena el estadio. Y no sé si será la acústica del lugar, tan cerrada, o que las pintas afinan la voz de los supporters, pero nunca había oído a unas aficiones cantar tan alto, a ese nivel en el que tus oídos ruegan porque se acabe todo rápido.
El partido terminó con derrota, poniendo punto final a una temporada que, se pensaba, sería el inicio de un nuevo gran ciclo. El público no abandonó el estadio, sino que se quedó esperando a que la plantilla diera una vuelta al campo como homenaje. Sería un hasta luego para una nueva temporada en la que se acumularían más frustraciones que alegrías, pero la fe en que todo se puede lograr nunca abandona White Hart Lane.
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